Entrar a la casa de Rafael Cauduro, en Morelos, es como entrar a uno de sus cuadros, o a todos. En el porche se encuentra una pequeña mesa de madera rústica con meteoritos recogidos en el desierto de Chihuahua, en uno de los cuales se escucha el sonido de agua milenria. Las paredes de la sala tienen la pintura desgastada y desconchaduras en algunas partes; en el techo hay un boquete en una esquina, cubierto con un domo transparente por el que se filtra la luz; los muros están colmados con sus obras.
El baño está totalmente decorado, desde la puerta, con sus dibujos; lo mismo que la puerta de la recámara de sus hijas. El estudio es amplio, ordenado, con libros de sus pintores favoritos: Leonardo, Caravaggio, Siqueiros...
El jardín, enorme, con el pasto bien cortado y algunos árboles frondosos, separa la casa del taller donde se han creado tantas obras que hacen de Cauduro uno de los pintores más importantes del México contemporáneo, como lo muestran la exposición. Un Cauduro es un Cauduro en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, los murales de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, de la estación Insurgentes del metro y del edificio Cauduro, en la colonia Condesa, como se hace evidente también en el libro Aquí estubo Cauduro, publicado por Trilce Ediciones con textos de autores como Juan Rafael Coronel Rivera, Gonzalo Vélez y Luis Martín Lozano.
En una visita guiada por esa propiedad donde se advierte y exalta el paso del tiempo, Liliana Pérez Cano, su representante y madre de sus dos hijas, dice: “Rafael compró esta casa hace más de 30 años y la remodeló; conservó la estructura, pero quitó paredes, aumentó techos, modificó los espacios para darle forma al ambiente donde pasa todos los días. No le gusta que se pinten las paredes ni que se quiten las humedades, si aparecen hongos los deja, porque para él eso es vida. Ama a los animales y ese amor se los enseñó a mis hijas. Les decía: ‘No pueden matar ni a una hormiguita ni a una arañita, porque tienen vida’. Ese respeto a la vida está en todos sus espacios, porque para él ese hongo que brota o esa telaraña que aparece se vuelve parte de la casa, de su historia”.
El deterioro, sello de la obra de Cauduro, es evidente en su residencia, que es hermosa y tranquila; es una casa vieja que guarda secretos de otras épocas. En algún momento, él tuvo la idea de buscar y entrevistar a los antiguos habitantes de este lugar, preguntarles por sus sitios favoritos y sus recuerdos. El proyecto no prosperó porque surgieron otras actividades, no obstante su compromiso con la historia continúa.
La gran preocupación de Cauduro (Ciudad de México, 1950) como artista ha sido y es el tiempo, o quizá no el tiempo, sino lo que permanece, lo que va quedándose tras el paso del tiempo, sus huellas. Él asegura que no pinta personas —dice Liliana—, que no pinta seres de carne y hueso, sino lo que denomina seres-huella. Esto es, “seres que a lo largo de los años van quedando plasmados, que se craquelan, que se deshacen; no son personas físicas, son seres que existieron en algún momento. Muchas veces son seres vistos en una revista o producto de la fantasía, pero no son personas en sí, son vestigios de vida”.
En la sala, en el jardín y otros rincones de la casa aparecen pinturas y esculturas de tzompantlis, esos altares formados con cráneos humanos con que los mexicas honraban a sus dioses. El tema de la muerte persigue a Cauduro, como verse en sus libros y catálogos. “Un día me contó —recuerda Liliana— que en su pintura los trenes son la muerte; a él le gusta escuchar ópera y a través de lo que escuchaba llegó a esa conclusión. Por otra parte, en su obra también abundan los tzomplantlis que utilizaban los aztecas para sacrificar a la gente que no obedecía las reglas o no pagaba tributos; son una expresión del poder y el miedo. Rafael reflexiona mucho sobre cómo en nuestra cultura la muerte adquiere significados diferentes a los que tiene en otras culturas”.
Cauduro también es obsesivo, perfeccionista, como se observa en su obra. “Le encanta pintar —comenta Liliana—, se obsesiona con lo que está haciendo. Cuando vivíamos juntos (se separaron hace tiempo, aunque mantienen una excelente relación), pasaban dos, tres meses y él no salía, tenía que pedirle a alguien que prendiera el coche para que no se le bajara la batería, porque una vez que se metía al estudio trabajaba incluso sábados y domingos”.
Como artista, Cauduro es metódico, disciplinado, pero también tiene sus rituales. Uno de ellos: cuando está pintando un cuadro; del estudio se lo lleva a su recámara; le gusta dormirse viéndolo, soñar con él. Durante la noche —le contaba a Liliana—, el cuadro le habla, platican y el cuadro le dice cómo debe continuar interviniéndolo, de esta manera, cuando vuelve al taller, ya sabe cuál es la ruta a seguir.
El camino de Cauduro ha sido largo, en la madurez los reconocimientos se multiplican y los planes se renuevan. Pocos recuerdan ahora sus inicios como artista, el impulso que lo llevó a ser quien es. Fue el último de seis hermanos; el mayor le llevaba 18 años y el penúltimo, ocho. Por este motivo creció muy solo, aislado, pero encontró en la creatividad un medio para divertirse. Diseñaba y fabricaba disfraces con lo que había en su casa, siendo el dibujo su mejor y más constante compañía.
Estudió en una escuela católica, el Instituto Patria, era mal estudiante, sin embargo el dibujo lo sacó adelante; los maestros supieron aprovechar sus cualidades en revistas y periódicos. Su padre le exigió que cursara una licenciatura, entró a estudiar Arquitectura en la Ibero, pero al poco tiempo su padre falleció y él decidió abandonar la universidad.
“Él comenta que en el momento en que decidió ser artista, todo fluyó, encontró su camino y siempre fue un artista autodidacta, independiente, no perteneció a grupos, agarró su camino aparte, con su propio estilo y técnica”, dice Liliana al terminar el recorrido por la casa, pero también por la vida y obra de Rafael Cauduro.