Más de 34 libros, 600 cuentos y 5 guiones; una vida cultivando la palabra. Ray Bradbury fue el resultado de casualidades transformadas en causalidades. A los 12 años visitó un carnaval y tuvo un encuentro que cambiaría su vida. “Ahí me di cuenta de que estaba vivo”, recuerda el escritor en distintas entrevistas.
Sentado en la primera fila, con esa sensación inexplicable que provoca lo desconocido, Ray vio a un hombre sentado en una silla eléctrica, se llamaba Mr. Electrico. Tenía una espada prendida con fuego en la mano, la apuntó con firmeza casi tocando la punta de la nariz de un escritor que no sospechaba su porvenir, y le gritó: ‘¡Vive por siempre, vive por siempre!’
Es bastante arbitrario, e incluso injusto, reducir la vida de una persona a un instante que interpretamos como parteaguas (pero lo hacemos todo el tiempo y hay que hacernos cargo de esas representaciones). En todo caso, lo que vale la pena rescatar de esta anécdota, que Ray platicaba con frecuencia, es su capacidad de captar las experiencias cotidianas y transformarlas en mensajes e historias para navegar la existencia.
Ese es el regalo que nos deja su legado. Al día siguiente, huyó de un funeral de un ser querido, de esa sensación de finitud, y regresó al carnaval a tratar de encontrar a Mr. Electrico; quería preguntarle cómo vivir por siempre.
Para su fortuna, resultado de los encuentros inesperados, Mr. Electrico estaba sentado afuera del carnaval. Conversaron un rato y después lo invitó a conocer a sus colegas, entre los cuales estaba el hombre de tinta, con tatuajes que cubrían toda su espalda. Muchos años después ese sujeto inspiraría al personaje de su novela The Illustrated Man. Ese día Ray decidió que quería contar historias y que la palabra era, tal vez, la forma más generosa de inmortalidad.
Escribir tiene una relación directa con saber escuchar y Ray lo sabía bien. Escuchó por más de 10 años, tres veces a la semana, las voces de sus autores favoritos en las bibliotecas públicas. Era un ejercicio que le permitía transformarse en quien escribe y entrevistar al entrevistador.
En esos ejercicios aprendió no solo sobre las estructuras literarias y narrativas, sino sobre todo a escuchar hablar a sus propios personajes. “Yo no hago mis historias, ellos me platican de sus vidas y yo solo me siento a escribir”, decía.
Sin nunca haber aprendido a manejar un coche, logró viajar a marte y nunca regresar. Tal vez esa distancia fue la que le permitió ver cosas que nadie más percibía y reclamar el terreno de la ciencia ficción y la fantasía en un momento cuando no era precisamente apreciada, porque los escritores serios hablaban de otras cosas.
Ray tenía una percepción aguda, pero nunca practicó la predicción, un concepto que con frecuencia se relacionaba con su trabajo. En todo caso sus historias buscaban prevenir panoramas futuros que se hacían visibles en las pulsiones del presente, que se manifestaban en notas periodísticas, avances tecnológicos o simples interacciones en la calle.
Cada idioma tiene sus particularidades, el inglés se presta para ser muy pragmático y ordenar clara - mente las ideas con una estructura metódica. Aún así Ray logró convertirse en un poeta. El día que cono - ció a Aldous Huxley, un personaje que lo inspiraba profundamente, le preguntó: ¿sabes qué eres? Ray se mantuvo en silencio. Eres un poeta, le dijo Huxley, después de haber leído The Martian Chronicles. Y como decía Ray, es difícil saber cómo definirse como persona cuando se siente un amor profundo por lo que hace.
Por años escribió sin recibir un reconocimiento específico y Ray se preguntaba qué era el ímpetu que lo hacía continuar creando historias. “La respuesta es un cliché inmenso: el amor”, escribió en una compilación de sus cuentos. “Hay que amar lo que hacemos y hacer lo que amamos”, repetía, una afirmación que se dice fácil pero que no todas las personas tienen la voluntad de poder encarnar.
Nueve dólares son suficientes
Fahrenheit 451, la temperatura a la que el papel de un libro hace combustión y el epitafio de la tumba del escritor. Antes de ser novela, este texto fue una mininovela que se llamó The fireman.
La quema de libros en Alemania, la conversación con un bombero y un encuentro con un policía que lo detuvo por el simple hecho de caminar fueron los cimientos de la novela. En sus historias encontraba la forma de compartir sus preocupaciones, sus enojos y alegrías.
Después de que la publicó como mininovela en la revista de ciencia ficción Galaxy en 1951, lo buscó el editor y le preguntó si había forma de que la extendiera.
Ray no fue a la universidad porque no tenía el dinero para eso y siempre buscó trabajos que le permitieran escribir a diferentes horas del día. Cuando recibió la solicitud de alargar su cuento, pensó que necesitaba una oficina para poder trabajar, pero las rentas eran caras.
Un día caminando por la biblioteca alcanzó a escuchar varias máquinas de escribir en un cuarto del sótano. Se asomó y descubrió que se podían rentar por 20 centavos de dólar la hora. Y 9.80 dólares fueron suficientes para terminar una de las obras más queridas y conocidas del autor: Fahrenheit 451.
Asombros pueriles y profundidades inagotables, historias de colonias en otros planetas que revelan que un espacio no cambia si no estamos dispuestos a cambiar la esencia de lo que creemos que somos; cuestionar las estructuras existentes. Situar a la imaginación en el centro de la vida y usar la fantasía como ruta crítica y no de escape.
Palabras que sirven para darle más espacio al presente, lidiar con la existencia y practicar la libertad. Pocas personas pueden compartir y provocar eso con un lenguaje accesible.
Las historias de Ray son como hilos narrativos que cada lector toma y transforma en prendas de todo tipo para usar el resto de su vida. En cada prenda viven sus palabras, pero también es lo que hemos hecho con ellas (esa es nuestra responsabilidad como lectores).
En 2012 Ray murió a los 91 años y nos quedamos con sus palabras, con las voces de los personajes que escuchó a sus 12 años. “Salta del acantilado y construye tus alas en el camino”, decía, una frase que hoy parecería bellamente ingenua y revolucionaria, en un contexto de miedo donde no hemos cultivado la imaginación ni el cómo decidimos estar vivos.
yvr