Rocío Abaid, reina por siempre

PERSONAJES

La contadora tiene muchas historias que contar, pero hay dos recuerdos que en particular todavía la hacen vibrar: cuando fue reina de la universidad y cuando se reencontró con el amor de su vida.

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Rocío Abaid / Foto: Carlos Dayan Aparicio.

Hija de Paquita Hoyo Lafora y Eduardo Abaid Hamed, Rocío nació en Pachuca, Hidalgo, un primero de septiembre de hace muchos años. Sus abuelos paternos eran libaneses y los maternos españoles, de Barcelona la abuela y de Santander el abuelo.

Aunque diferentes, ambas familias llegaron huyendo del conflicto y fueron atraídas por el auge minero. La familia Hoyo fundó en Pachuca una de las primeras zapaterías de las que se tenga memoria: La Popular, en el 106 de la calle Hidalgo. La familia Abaid llegó primero a Real del Monte, pero eso no fue impedimento para que Eduardo y Paquita se conocieran.

“Se casan. Mi mamá muy jovencita”, recuerda Rocío sus primeros años. “Primero vivíamos en Vicente Segura, después arriba de la zapatería de Hidalgo, como originalmente vivían mis abuelitos, cuando estaba chiquita mi mamá. La historia volvió a repetirse.

“Nosotros vivíamos en un quinto piso, súbele y bájale, ¡era una maravilla! Mi mamá y yo estábamos varitas de nardo cortadas al amanecer”, describe. Pero todavía vivían en Vicente Segura cuando la Federación de Estudiantes de la entonces Universidad Autónoma de Hidalgo invitó a Rocío a participar como candidata a Reina de la Universidad, en su último año de estudios en la Prepa 1.

“Fue una época muy bonita de mi vida”, confiesa y recuerda a quienes, en los años setentas, dirigían la Federación: Miguel Abel Venero “El Coco”, Roberto Rico Montes, Carlos Rico Montes, Armando Ponce, “El Chihua”, “El Negativo”, entre otros.

“Mi papá casi los mata cuando le vinieron a pedir permiso. Mi papá decía: ¡Están locos! Yo tenía 18 años”, describe. Para convencerlo, los líderes estudiantiles lo invitaron al Casino Español. “Ese día llegó tomado a la casa. Es la única vez en mi vida que vi a mi papá tomado; mi papá no tomaba nada, ni cerveza. Mi mamá y yo estábamos asustadísimas”.

Lo emborracharon y le sacaron el permiso. Al otro día llegaron los muchachos a su casa para preparar la estrategia. “Se sentaron con mis papás a ver el proyecto que tenían para lanzarme. Me dijeron: Vas a competir con fulanita, con zutanita… vas a hacer una campaña, te vamos a tomar fotos y las vamos a poner en la calle”, explica.

De sus contrincantes no recuerda mucho, solo que a una le decían “Lula”. “La reina no daba nada, era la reina. Si acaso mis papás me compraban el vestido y ya”, aclara. Pero la contienda consistía en vender la mayor cantidad de votos, cada voto costaba un peso. Rocío pensó que, para ganar, tenía que pedir ayuda a los expertos. “Yo les dije: Conozco al licenciado Sánchez Vite, él es el presidente del PRI en México. ¿Por qué no vamos a que nos compre votos?.

“Fui y me compró muchos votos. Me dirigí también a las empresas; me subía al ADO y le vendía boletos a la gente, hasta que un día un señor me sacó una pistola y me bajaron corriendo”, narra y se ríe, aunque en el momento no fue nada gracioso. “Cómprame un voto”, era la frase más dicha en esos días; Rocío la mezclaba con su tierno rostro y no fallaba.

“Tienes que ganar; es que si no ganas, me como los votos”, le decía Armando. Al final se contaron más de 100 mil votos a favor y ganó. Ahora tenía que planear los 8 días de fiesta para los estudiantes universitarios. En su coronación cantó Ángel Infante, el hermano de Pedro Infante.

Pero lo mejor fue el desfile. Rocío iba montada en un Cadillac El Dorado convertible que le prestaron a su papá. Ella lloraba de la emoción. “¡Ay María Magdalena!”, le decían sus amigos. Llegó con los ojos hinchados de alegría, pasó por El Reloj y la gente la estaba esperando.

Así era el tradicional Desfile del Perro. Los Perros eran los de la Federación. Este era el desfile más esperado del año; coches y coches y más coches pasaban por las calles del Centro, y arriba de ellos hermosas jovencitas, una tras otra, todas detrás de la más bella que era la Reina de la Universidad. Tiempo después, en esa casa de estudios, la reina obtuvo el título de contador público.

ERNESTO

Rocío conoció al amor de su vida en la secundaria, eran compañeros de salón en la Julián Villagrán, “pero ni nos pelábamos”, lamenta. “Terminé mi carrera y, en algún momento de mi vida, nos encontramos en una boda. Yo no quería ir. Me sentaron junto a él y tampoco quería; él era muy serio. ¡Híjole, no voy a hablar en toda la noche!”, se decía.

“No seas grosera”, la reprendió su mamá. “Es que no va a hablar mamá”, contestó. “Él era médico de toda mi familia y todos estaban ahí”. Cuál fue su sorpresa, cuando Ernesto se voltea a verla y le dice: “¿Y luego Rocío? Cuéntame, ¿cómo has estado?”

“Te juro que estaba alarmada. ¿Qué le pasa? Si nunca platica conmigo; ni en la escuela platicaba ni nunca”, cuenta. “Me dijo que me invitaba a tomar un café. No me va a dejar mi papá, le dije”. Pero Rocío ya no era una jovencita, era la directora de Relaciones Públicas del entonces gobernador Adolfo Lugo Verduzco.

Paquita lo arregló todo. Salió con el doctor. Él fue claro desde la primera vez y le dijo: “Yo no necesito conocerte. Lo que quiero ver es si nos llevamos bien, si a pesar de que ha pasado el tiempo no hemos cambiado; porque de conocerte, te conozco. Sé perfectamente quién eres. Nada más quiero ver si congeniamos, y si es así, quiero casarme contigo”.

No se lo esperaba, pero hicieron el intento. Se fijaron la meta de salir tres meses y al final tomarían la decisión. Un 25 de febrero se terminó el plazo. Era el día en que decidirían si se casaban o no, pero se pelearon. “Yo tuve la culpa”, reconoce Rocío. “Azoté la puerta del coche y eso no le gustó. Ernesto era muy delicado. Una azotada de puerta era tremendo. A mí se me hacía tan normal. Bajé y azoté la puerta, nunca pensé que se fuera a molestar tanto”.

Ernesto bajó del carro y le reclamó. “Si tan molesto estás conmigo terminamos”, sentenció ella. “Sí, es lo mejor”, le contestó el doctor. “Que llego a mi casa. No, no, no, yo lloraba, haz de cuenta que me habían cortado una pata. ¡Horrible! Me dolió mucho”, recuerda.

Rocío estaba decidida a olvidar la relación. Se iba a trabajar, llegaba a las 10 de la mañana a su oficina y a las 11 sonaba el teléfono, era el doctor Bolio. “Contadora le habla el doctor”, le decía su secretaria. “Dile al doctor que no estoy”, respondía. “Dice la contadora que no está… ¡Ay doctor, qué pena!”, se disculpaba.

“La fama que tenía era de una persona intachable, de un hombre muy bueno… pero yo tenía que ponerme en mi lugar, no podía estar de loca, no. A mí me dicen una cosa y es eso”. No le contestó ni una llamada en meses. La gente le decía: “Ernesto te quiere”, pero ella estaba aferrada: no y no y no, aunque por dentro quería decir sí, sí y sí.

De pronto Rocío tuvo que ser operada de emergencia en la Ciudad de México. “Me había puesto muy mal. Ernesto se enteró por una tía mía; como resorte se paró y me fue a ver. Pero yo estaba anestesiada. No lo vi. Mi mamá dice que me acariciaba la cabeza y quién sabe qué tanto me decía”. Cuando vio que iba a despertar, se regresó a Pachuca.

Ella acostada, obligada a estar en cama, tenía que soportar las continuas visitas del doctor Bolio. “Venía diario a verme”, asegura. La novela terminó un 9 de mayo, cuando Rocío ya estaba recuperada. “Estábamos aquí, donde estás sentado tú, y me dice: Necesito hablar contigo y me vas a oír”.

Él se le quedó viendo fijamente, muy serio. “No hemos platicado sobre lo que nos pasó. Te quiero hacer una pregunta. ¿Quieres casarte conmigo?” A lo que Rocío respondió: “Tú crees que yo te voy a responder ahorita?” Ernesto no esperaba esa respuesta. “¿Quieres pensarlo?”, reaccionó. “Sí me quiero casar contigo”, ya no podía resistirse más.

Fueron 25 años de matrimonio, hasta su muerte en el año 2013. “Fue lo más hermoso que te puedas imaginar. El hombre más comprensivo, amoroso, el padre más adorado. Fue un padre sin par para mis hijos Eduardo y Ernesto. Aunque fue un hombre muy dedicado a su trabajo, siempre trataba de darnos nuestro tiempo.

“Fue gente de bien, muy piadoso. Tan piadoso que yo no me enteré que iba a misa diario, hasta que me lo dijo en el velorio una señora”, sonríe y llora a la vez. “Con él me di cuenta que el amor sí existe. Luego me regañan: Ya no platiques tanto de él. ¿Cómo no voy a platicar de él si dejó tanto en mí?

“No me llena nada más que todo lo que me dejó sentimentalmente. Y me da coraje. ¿Por qué no nos hicimos novios en secundaria? ¿Por qué tuvimos que esperar tanto tiempo para estar juntos? Hubiéramos tenido hasta 15 hijos”, suspira.


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  • Elliott Ruiz